FRONTERA SUR

Carta abierta desde el País Mapuche, de Jaime Huenun






Mari mari pu peñi, mari mari pu lamgen;

Mari mari pu huenuy, mari mari kom pu che.

¿Seremos capaces, compañeras y compañeros, de hacer un viaje a aquellos territorios donde la violencia policiaca y patronal se ha entronizado sin freno alguno, un viaje de reconocimiento y coraje moral hasta la llamada Alta Frontera, en la región de la Araucanía, sur de Chile?

Hace 10 meses atrás, en octubre del año 2009, una humilde escuela básica de la localidad de Temucuicui, en la comuna de Ercilla, tuvo la mala fortuna de ser brutalmente allanada por 200 efectivos policiales. Los invasores, sin orden judicial alguna y sin razón aparente, dispararon gases vomitivos, bombas lacrimógenas y balines de metal dejando como saldo a 7 niños heridos, a varios recién nacidos con asfixia y a una veintena de campesinos y campesinas mapuches con graves lesiones, producto de golpes propinados con cachiporras y culatas de escopetas y ametralladoras.

El 3 de mayo recién pasado, el latifundista René Urban, acompañado y protegido por carabineros, interceptó, golpeó y encañonó en un camino rural público a Mario Millanao Millape, a su esposa Elvira Escobar, a la madre de ésta y a los hijos de la pareja de 6 y 10 años respectivamente. Millanao Millape, quien junto a su familia buscaba leña movilizándose en una vieja camioneta, fue amarrado y golpeado frente a los suyos, acusándosele de ser un terrorista y siendo posteriormente conducido a un recinto carcelario.

Por estos días -desde el 12 de julio del presente año- 32 presos políticos mapuches encarcelados en distintos recintos penitenciarios del sur de Chile realizan una huelga de hambre hasta las últimas consecuencias, exigiendo al gobierno y a los demás poderes del estado la derogación de la Ley Antiterrorista No.18.314 – ley dictada durante el régimen militar de Augusto Pinochet-, la que ha sido casi exclusiva y sistemáticamente aplicada a comuneros indígenas.

Durante ya casi dos décadas muchos otros niños y jóvenes mapuches han sido amenazados, apuntados con armas, baleados, secuestrados, interrogados y perseguidos y un número considerable de mujeres indígenas han sido golpeadas, pateadas en el suelo, amarradas y detenidas. Si la poesía aún gravita en nosotros, si aún nos mantenemos de pie en el país que habitamos a la espera de tiempos mejores, en la intensidad y la indigencia de una vulnerada memoria colectiva, estos hechos no pueden quedar impunes, no pueden quedar sin siquiera la huella de nuestra honesta indignación.

No pedimos buena ni bella conciencia, no pedimos un acto de bondadosa y bien pensante corrección política; no pedimos vana y deslumbrante solidaridad efímera; lo que pedimos es un acto de amor y desagravio a esos niños y campesinos que padecen un presente y un futuro convulso, ya lastimado por las armas y las leyes de un estado y una sociedad que se castiga y se ignora a sí misma castigando e ignorando a los humildes y a todos aquellos que sólo aspiran a la restitución de derechos elementales.

Amigas y amigos: los niños de Temucuicui, de Requém Pillán, de Yupeco y de otras muchas comunidades ya no tienen paz ni buenos sueños: dibujan la guerra que les hemos heredado, la guerra que Chile mantiene viva y que se oculta tras la retórica de la política y de las veleidosas cifras de la economía. En los ojos de esos niños arde ahora el germen de la venganza, la pesadilla de la piedra llameante que busca derribar al gigantesco enemigo.

¿Para esto hemos escrito nuestros libros? ¿Para esto hemos indagado en los bosques y los desiertos del lenguaje y el arte? ¿Sólo para nunca denunciar los paraísos artificiales de un incierto y nebuloso desarrollo? ¿Sólo para no saber más de las zanjas que las máquinas excavadoras hacen, como si fueran fosos medievales, en la conciencia del país?

Zanjas. Fosos. Tumbas. Un niño mapuche llora y corre tras un furgón policial. En él llevan a su madre detenida. ¿Cómo se llama ese niño? ¿Cómo se llama esa madre? El furgón toma velocidad y se aleja. Queda el estallido de las bombas, el humo y el polvo del enfrentamiento, el rojo camino de tierra sosteniendo la sombra de los altos y voraces bosques de pinos y eucaliptus.

No nos hemos liberado, en 200 años de República no nos hemos liberado. Más bien hemos hecho todo lo posible por aplastar y condenar lo mejor de nosotros. ¿Podremos así alguna vez decir que los trabajos de la poesía, de la inteligencia y de la visión creadora han sido más importantes que las tareas de la banca y del ejército? No nos hemos liberado: cada día nos alejamos más y más de los sentidos primordiales de la democracia y la justicia, de la equidad y el buen gobierno.

El arte nuestro es el trabajo espiritual y material, continuo y visionario, de pueblos que aún respiran, de colectividades e individuos que buscan en última instancia crear esperanza y elevar el espíritu de todos y todas, a pesar del vasallaje, el colonialismo, la discriminación y el oscurantismo que suelen prevalecer, con mayor o menor intensidad, en nuestro atribulado y amnésico país.

El arte indígena en particular, alcanza su plenitud en la interacción colectiva, haciéndose cargo a la vez de las manchas y grietas de una historia oculta, de la sangre derramada sin justificación alguna en ya demasiadas ocasiones y de una pluriculturalidad muchas veces sesgada y conducida hacia fines utilitarios y poco nobles.

Quienes, ejercemos el oficio de la poesía desde nuestra condición de sujetos mapuches, por ejemplo, escribimos inevitablemente desde la República de la Conciencia, como señala el poeta irlandés Seamus Heaney, pero también desde el país de los afectos y el origen familiar.

Nuestras obras y nuestros actos, en consecuencia, persiguen un equilibrio entre lo ético y lo estético, entre lo individual y lo comunitario, en medio de una época de pobreza y banalidad que se extiende a todos los ámbitos de la vida social. Muchos de nosotros, por lo mismo, adherimos a estas palabras de Nelson Mandela, que nos parecen imprescindibles en la hora presente:

Yo no soy realmente libre cuando estoy quitándole la libertad a otro. En este caso, tanto el oprimido como el opresor están siendo despojados de su humanidad. Yo sabía muy bien que el opresor debe ser liberado junto al oprimido.

No es posible amar ni respetar aquello que se mantiene oculto, como tampoco es posible fundar una convivencia política y cultural basada en el miedo, el prejuicio, la manipulación, la marginación y la violencia. Los pueblos originarios han aportado a Chile su sangre y su contumaz empeño por sobrevivir en condiciones adversas; han aportado igualmente sus territorios físicos y simbólicos, sus imaginarios, su fuerza de trabajo y su energía creadora. Esto ya lo señaló con ecuánime claridad y franqueza el profesor, escritor y político mapuche Manuel Manquilef González en un discurso realizado en la octogésima quinta sesión extraordinaria de la Cámara de Diputados el 1º de febrero de 1927. Señaló Manquilef en dicha oportunidad:

La mitad de la sangre araucana se derramó para regar el árbol de la libertad que cobijó a la otra mitad que gobierna hoy día a este país. El araucano jamás midió el número ni las armas del español, siempre luchó hasta la muerte y puede decirse que venció al poderoso rey de España. Al hierro de los conquistadores opusieron los indios sus lanzas; al acero, sus pechos; a la dominación, su sangre activa. De esa lucha franca, aunque desigual, conservaron la Independencia que bien merecían y que fue transmitida al ilustre pueblo chileno.

Estimadas amigas y estimados amigos: la mayoría de los artistas indígenas y mestizos de Chile consideramos que nuestros trabajos conjugan espiritualidad y materialidad, tradición e innovación, arraigo y diáspora, memoria mítica y memoria histórica, sin omitir la complejidad de un tiempo en que los pueblos indígenas de Chile buscan su legítimo reconocimiento, valoración y participación justa y democrática en el amplio espectro de la vida nacional.

En este sentido nuestro arte y nuestra conducta no pueden marginarse de las fricciones y conflictos actuales porque, sencillamente, nuestras obras surgen de procesos sociales y culturales colectivos. Sin embargo, el aliento que gravita en ellas no es el de la guerra o la confrontación, sino más bien el de la permanente construcción de un espacio de comunicación, encuentro, dignificación y respeto mutuo y verdadero.

Hasta la hora presente, cuando en nuestro país se levantan los engañosos y unilaterales festejos de un gris Bicentenario, esto no ha sido posible. Los rastros de nuestra impotencia y nuestra desazón son los niños heridos de Temucuicui y los cuerpos ya enterrados de Alex Lemún, Matías Catrileo y Jaime Mendoza Collío, jóvenes activistas asesinados por las armas del estado chileno entre los años 2002 y 2008.

Tenemos esperanza, sin embargo, porque como todos quienes ejercemos este oficio quisiéramos habitar un país en que la poesía sea una comunión posible y no sólo una espuria secreción de nuestros males. A este respecto, cabe señalar que la escritura mapuche no es únicamente lenguaje nutriéndose a sí mismo, sino lenguaje que busca revivir y resignificar relatos culturales originarios, sincréticos o históricos y transmitirlos al pueblo congregado, como antiguamente hacían los lonkos, los weupife (guardianes de la memoria), los ülkantufe (cantores-poetas) o los werken (mensajeros).

Portadora de los recuerdos ancestrales, de resabios míticos y cosmovisionarios y de las heridas, fisuras y pliegues de una historia nacional archivada, la escritura es hoy tal vez el instrumento cultural que mejor canaliza – y a la vez altera y dinamiza- la memoria política, social, histórica y estética de la sociedad mapuche contemporánea, esa memoria que, en definitiva, “ es nuestra fuerza, la que nos protege de un discurso que se entreteje sobre sí mismo, como la hiedra cuando no haya soporte en el árbol o en el muro”. (Milosz, 1980)

Chaltu may/Muchas gracias

Jaime Huenún, poeta mapuche-huilliche.




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