Éramos los elegidos
la gran familia del pan inagotable
que cantaban a voz en cuello los profetas.
Tú y yo los escuchamos todavía
desde esta ciudad más pequeña que el mundo.
Los escuchamos,
no para creernos el viejo paraíso
(tenemos siglos de intemperie encima)
pero sus palabras tienen la solemnidad
que queremos para nuestras pobres esperanzas
sus palabras eran divinas como la noche
y el pueblo las seguía.
Hoy, que no tenemos profetas
y apenas podemos con la desgracia
de estar abandonados,
los escuchamos
con la terrible convicción
de que el dolor es el único lenguaje
que traspasará la historia.
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