FRONTERA SUR

En la Frontera, de Samuel Lillo

(Lebu, 1870- Santiago, 1958)




Sobre el dorado tapiz reseco
de los lomajes, llamea el sol,
i en el camino que, hondo i angosto,
la falda corta, como un cequión,
jinete un indio, camina al paso
sumido en un blanco sopor.
Sus anchos hombros, su contestura
de recios miembros, recuerdan hoy
a los atletas de aquella raza
que mató el hierro o el alcohol.
Una india joven camina al lado
a pie entre el polvo que echa el bridón,
como el humilde perro que sigue
al campesino por el alcor.
Lleva colgando sobre la espalda,
desde la frente, con un cordón,
en una cesta su pequeñuelo,
que va durmiendo bajo el calor.

Interminable la carretera,
sin una sombra, sin un frescor;
ella, agobiada, como una bestia;
él, dormitando sobre el arzón.

La barca espera junto a la orilla.
Se baja el indio de su corcel
sin dar siquiera ni una mirada
hacia la hembra que va tras él.
Dejando el niño bajo una fronda,
la india la brida va a recoger;
la cincha afloja i al compañero
que trajo a su amo, da de beber.
Ella en seguida, se hinca en la arena
i en la onda fría calma su sed
tan largamente como el viajero
que otra agua teme no hallar después
i triste y grave, como una esclava
que nada espera de su deber,
recoje el niño, tira el caballo
i tras de todos, entra al batel.

Cortando al sesgo las claras ondas,
lenta la balsa cruza el raudal.
Sobre la borda, los palanqueros,
cargando el hombro sobre el puntal,
pasan jadeantes hacia la popa
de donde vuelven con nuevo afán.
Rumian los bueyes, ríen los niños
i los viajeros hablando van;
tan sólo el indio callado i hosco
en una viga sentado está,
i sobre el fondo la india echada
al pequeñuelo su seno da,
mientras sostiene con una mano
al caballejo por el ronzal.
A ratos sopla dentro del cauce
el viento fresco del pajonal,
i en los costados de la ancha balsa,
con dulce ritmo, canta el raudal.

En la ribera, ceñudo el indio,
mientras prepara la india el corcel,
i el niño llora quedó en la cesta
que está colgada bajo un maitén.
Luego, como antes, por el camino
la ruda marcha sigue otra vez:
él, soñoliento, sobre el caballo;
ella, entre el polvo rodando a pie.
I poco a poco, las dos figuras,
como una mancha, sólo se ven
sobre los llanos sin un abrigo,
bajo el sol que hace la yerba arder.




En Canciones de Arauco, 1908




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